La relación de los clientes con sus arquitectos ha sido en demasiadas ocasiones un problema en el desarrollo de los proyectos, especialmente en los de vivienda. De un lado, parece como si el cliente desconfiara de los conocimientos o intereses del arquitecto y, por otro, como si el arquitecto desconociera los objetivos de los clientes.
En este sentido, es fácil encontrar arquitectos que se quejan de que no se les escucha, que no se les valoran sus conocimientos y que no se les recompensa debidamente su esfuerzo. Tampoco es complicado encontrar clientes que se quejan de que el arquitecto tiene ideas demasiado "originales", que parece estar disperso con varios trabajos a la vez o que les preocupa no saber exactamente a cuanto ascenderán los honorarios.
Con estas premisas, la relación está abocada al desastre.
Sin embargo, existe un punto de partida común en las propias aspiraciones del cliente, mejor aún de su familia, que desea cambiar el modo actual de relacionarse con su entorno y reflejarlo en sus espacios más íntimos, mejorar su hábitat. Desde esta perspectiva, podemos afirmar que cliente y arquitecto persiguen el mismo objetivo, aunque la manera de expresarlo de ambos no ayude a entenderse.
Además, no podemos desconocer que la familia, entendida en un sentido amplio como los que habitan bajo un mismo techo, es en sí misma una comunidad compleja, con inquietudes y deseos muchas veces latentes, no expresados abiertamente. Por lo que el papel del arquitecto puede ser el de agente catalizador, no sólo para el proyecto, sino para la construcción de un nuevo imaginario colectivo en la familia que dará lugar al propio proyecto.
Y aquí es donde los arquitectos podemos acudir a técnicas utilizadas en las ciencias sociales aplicadas para poder, decodificando juntos las aspiraciones y necesidades de la familia, construir un discurso común que sirva para cumplir con la eterna aspiración de la arquitectura que es, en palabras de Juhani Pallasmaa, estructurar y comunicar la relación del hombre con la realidad.
En este sentido, es fácil encontrar arquitectos que se quejan de que no se les escucha, que no se les valoran sus conocimientos y que no se les recompensa debidamente su esfuerzo. Tampoco es complicado encontrar clientes que se quejan de que el arquitecto tiene ideas demasiado "originales", que parece estar disperso con varios trabajos a la vez o que les preocupa no saber exactamente a cuanto ascenderán los honorarios.
Con estas premisas, la relación está abocada al desastre.
Sin embargo, existe un punto de partida común en las propias aspiraciones del cliente, mejor aún de su familia, que desea cambiar el modo actual de relacionarse con su entorno y reflejarlo en sus espacios más íntimos, mejorar su hábitat. Desde esta perspectiva, podemos afirmar que cliente y arquitecto persiguen el mismo objetivo, aunque la manera de expresarlo de ambos no ayude a entenderse.
Además, no podemos desconocer que la familia, entendida en un sentido amplio como los que habitan bajo un mismo techo, es en sí misma una comunidad compleja, con inquietudes y deseos muchas veces latentes, no expresados abiertamente. Por lo que el papel del arquitecto puede ser el de agente catalizador, no sólo para el proyecto, sino para la construcción de un nuevo imaginario colectivo en la familia que dará lugar al propio proyecto.
Y aquí es donde los arquitectos podemos acudir a técnicas utilizadas en las ciencias sociales aplicadas para poder, decodificando juntos las aspiraciones y necesidades de la familia, construir un discurso común que sirva para cumplir con la eterna aspiración de la arquitectura que es, en palabras de Juhani Pallasmaa, estructurar y comunicar la relación del hombre con la realidad.
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